Domingo III Pascua – Lc 24,35-48

Este relato nos conecta con la experiencia de los discípulos peregrinos de Emaús que reconocieron a Jesús al partir el pan. Y aquí, en otro contexto de reunión y comida, Jesús vuelve a mostrarse y a dar su paz al saludar. Lucas utiliza varios adjetivos para describir las emociones de los discípulos: están atónitos, llenos de temor, turbados, dubitativos. Jesús toma la palabra para darles una certeza: “Soy yo mismo. Tóquenme y vean.” En los relatos de encuentros con el resucitado, la vista y el tacto son un factor de peso: Ante el sepulcro vacío, ni bien María Magdalena escucha su nombre de labios de Jesús, lo reconoce y se abraza a él; Tomás pide el privilegio de tocar las llagas y meter su mano en el costado herido de su maestro y Jesús accede; junto al lago de Tiberíades, Jesús espera a sus amigos con el fuego preparado, pan y pescado asado en un gesto de amorosa hospitalidad. La importancia de estos encuentros con Jesús resucitado, las recoge la comunidad jónica que se presenta como testigo de lo que oyeron, vieron, contemplaron y tocaron con sus propias manos acerca de Jesús, Palabra de Vida. 

Lucas continúa describiendo las impresiones que recorren a quienes estaban reunidos en la casa: los discípulos se llenan de alegría y admiración, pero se resisten a creer a causa de estas emociones. Jesús les ofrece una prueba más de que es él mismo: come un trozo de pescado delante de todos. Esta prueba de su corporeidad, tal vez estaba más emparentada con la memoria afectiva de sus amigos porque; cuando convivimos con una persona o somos muy cercanos aún sin convivir, poco a poco su figura, gestos, voz, aromas, su forma de mirar, reír o comer se nos quedan impregnadas.

En este punto podemos preguntarnos ¿cuánta familiaridad tenemos con Jesús como para reconocerlo en lo cotidiano? ¿qué es lo que hace posible reconocerlo en el rostro de tantos hermanos y hermanas?

 

Carolina Insfrán